Monday, October 25, 2010

El árbol de la juventud

Centro alto desde la derecha a buena velocidad, cayendo en comba justo al medio del área. El único defensa que venía bien ubicado ya pasó la línea de la pelota por lo que no es obstáculo y el Toperol, que viene detrás, ni por casualidad le llega primero que yo. Entonces salto, giro la cabeza hacia la izquierda para dar el testazo con fuerza, los brazos arriba flectados y el torso hacia adelante. Cabezazo en tres segundos, en dos, en uno... entonces el Toperol me baja los pantalones cuando estoy en el aire, la pelota me golpea entre la mejilla y la oreja, me doy un porrazo que me deja las nalgas rasmilladas por la caída sin pantalón, el oído derecho tapiado con barro y el orgullo menoscabado. Siga dice el árbitro autoritario. Mierda. Lo peor es la risita burlona de Felo y la cara de gil del Toperol aguantando la carcajada. Era Domingo en Peumo. 
Se tomaba el tren en Estación Central el Viernes a las seis. Éramos de 10 a 12 y cuando llegábamos a Pelequén siempre se sumaban algunos que venían del internado de San Fernando. Ramal por San Vicente hasta Peumo y al llegar el bullicio se bajaba y era como si el tren se apagara. Arrastrando maletas con ropa sucia y libros que dificilmente se volverían a tocar hasta el trayecto de regreso a Santiago, las risas se iban diluyendo por Vicuña Mackenna y en Walker Martínez se dividían a múltiples destinos. A la reunión de la noche sólo faltaban los que habían tenido una semana de malas notas y se perderían reuniones interminables de charla, Los Iracundos, Pisco Control, poca comida, baile apretado con luces de 40 watts y una cazuela de madrugada, si había suerte. Llegamos a ser más de 40, de estratos sociales diversos, niveles de estudio y ocupaciones dispares y un rango de edades bastante abierto, pero eramos los jóvenes, los alegres, los que le ganábamos a todo y los que teníamos el futuro enfrente. Los años que siguieron nos presentaron escenarios extremadamente diversos, pero jamás nos pudieron borrar los recuerdos.
El Pera Jiménez era quizá el mayor, estudiante perenne de derecho y dueño de las historias más hilarantes. Durante años conté anécdotas suyas a mis amigos y utilicé otras como si fuesen mías para impresionar mujeres. Cuando lo volví a ver después de casi 40 años no pude evitar comentarle que lo había plagiado. La lista es injusta porque después de tantos años muchos nombres se olvidan, pero los primeros que se vienen a la mente son los Reyes, Pancho y Carlos, un par de animales en las bromas pesadas, grandes amigos y hombres de humor permanente a flor de labios y sus hermanas Inés y Tola. Los Olea, una familia como de doscientas ramas. Nunca vi tanto primo junto, la mitad del pueblo era Olea. Los Rieutord, Quenita y Fabiola, Soto, la Checha y su famosa tintorería, los Monasterio, Carlos, Pato y otros hermanos y hermanas que no recuerdo, los Córdoba, cuya micro siempre era hurtada por la noche para que la pandilla se fuera de parranda y devuelta en el silencio del amanecer, Mariela, Juanita, Talo, Yayo Iturrieta, Checho, el flaco González, a quien alguna vez me encontré en Caracas y otros que por diversas razones nos incrustamos en ese pueblo y nos enamoramos de él.
Yo esperaba anhelante el Viernes y desde el colegio me iba a la estación. Sabía que desde ese momento hasta el Domingo en la noche las cosas ocurrirían y no me las podía perder. Sabía que me esperaban muchas carcajadas, la camiseta 11 en Unión Veterana, amores adolescentes con caminatas de la mano, paseos al mítico Gulutren, en el invierno navegados cerca de la estación y en verano la piscina de San Vicente y las noches de locura en el Requegua, la ida y regreso por el difícil puente del ferrocarril y escapadas donde doña Manola, que alguna vez terminaron en una parranda de charchazos y en una confusión tan grande que al salir cerramos con una tranca y dejamos olvidado al Pera, que tuvo que hacer gala de toda su dialéctica y esgrimir su militancia comunista para sobrevivir. 
Los años llevaron a los 40 y tantos por distintos caminos, unos de gloria, otros de sufrimiento y persecución, otros de muerte, algunos de fortuna y otros de olvido. Hay vidas que siguieron un curso estable, como si jamás hubiese habido algo irregular, y otras que se acabaron prematuramente, pero Peumo sigue allí y nosotros fuimos un pequeño pedazo de su historia, gastamos los bancos de la plaza, fuimos censurados por el cura Mariano por armar festivales de baile y de ese grupo nacieron matrimonios que hoy tienen nietos. Los mismos que hacíamos reír al Carechaucha hasta que se le dislocaba la mandíbula y que alguna vez destrozamos el decorado del Requegua con una caída de piscola, hoy miramos a Peumo como un pedazo de nuestras vidas, más grande o más chico dependiendo del personaje, pero ese pequeño pueblo de gente hermosa, mujeres bellas y hombres con mucho humor y poca prisa, se nos quedó en el corazón. 

Friday, October 15, 2010

Buscando gigantes

Hay un agujero en el piso que me recuerda la entrada a la madriguera de Bugs Bunny. 54 centímetros de diámetro, menor a la rueda de mi bicicleta y un poco mayor al del volante del jeep. Del otro lado están los 33, que hace 70 días quedaron sepultados de manera tal que se hizo imposible rescatarlos de otra forma que no fuese obturar en línea recta.
23:21 en mi reloj y Manuel Gonzalez, ex futbolista, con 20 años de minero y especializado en tronadura, miembro del cuerpo de elite de rescate en profundidad, inicia el primer viaje al centro de la nada. Mientras yo escribo Manuel va en un habitáculo minúsculo que parece una gragea de paracetamol hecha para Gulliver, con la cara pegada al metal que se calienta con el roce, mirando como la roca fría pasa frente a sus ojos. No es necesario que nadie diga nada, pero la súplica silenciosa de 16 millones de almas es la misma… tráelos a casa hermano.
Poco a poco comienzan a emerger los hombres que le ganaron al miedo. Florencio Avalos es el primero. Asoma tímidamente la cabeza a su segunda oportunidad en la vida y su pequeño hijo llora. Hoy este país llora por la vida. Tantas y tantas veces que la naturaleza nos ha ganado, que la victoria de hoy, en el emprendimiento de menor oportunidad que hemos enfrentado en siglos, nos causa una alegría tan grande que nos impide reír.
Los hombres regresan al mundo y los vamos conociendo. Todos nos traen de regalo su gratitud. El temple de Mario Sepulveda, quien sale riendo del exilio forzado y regala trozos de la roca maldita para todos los que participaron en el rescate, nos descoloca. Esperábamos hombres al borde de la muerte y encontramos seres con más vida que todos nosotros juntos. Quizá ellos tienen mayor conciencia de lo que significa haberle robado tiempo a la muerte.
Mario Gomez, el mayor de todos con 64 años y enfermo de silicosis, cae arrodillado al salir de la cápsula, en una oración que es coreada en la garganta llorosa de 100 millones de seres que lo ven por TV. Ariel Ticona sube a encontrarse con la hija que nació durante su cautiverio, a la que bautizó Esperanza. Suben los rostros que vimos deformados por una defectuosa y milagrosa transmisión de TV y en viejas fotos de familia gastadas por el tiempo. Ahora los vamos conociendo. Uno a uno, 24 horas de mucha angustia, hasta que el último de los mineros, Luis Urzúa, el jefe del turno que quedó atrapado se planta frente al Presidente y le dice "le entrego el turno de esta mina Presidente, misión cumplida". Hablar es imposible, pero todavía nos quedan lágrimas. 700 metros más abajo los rescatistas que esperan abandonar el túnel maldito exhiben un letreo que expresa su orgullo por el trabajo realizado.
Al regresar Manuel González a la superficie se pone una lápida en el peor recuerdo de nuestra historia y en el mayor logro de una operación de rescate. El Presidente se para frente a la prensa sorprendida por su presencia mediática y pregunta ¿y qué querían, que el Presidente de este país lo viera por televisión?
No sé qué será de la vida de los 33 en un tiempo más. Algunos volverán a bajar a robarle el metal a la tierra, otros jamás lo harán. Unos sucumbirán ante la oferta y se nos diluirán entre los efímeros personajes de la farándula y otros usarán el coraje que sacaron de su corazón y de su fe para vivir una mejor vida. Ojalá que así como los ayudamos a recuperar su vida no los ayudemos a destruirla con golosinas deslumbrantes.
Avanzada la madrugada reviso los millones de tweets y alguien me regala la frase para el bronce….Llegar a ellos era como apuntarle a un mosquito a 700 metros. Nadie contaba con que le apuntábamos a gigantes.

Sunday, October 10, 2010

Poquita Fe

64 días bajo tierra, 17 de ellos sin saber si sobrevivirían, con una cucharada de atún y una galleta de soda por día, dosificando el combustible de las lámparas y tratando de quebrar ese silencio negro, que de tan grande se transforma en ruido mortal. La vida está 700 metros más arriba y la muerte en la roca fría que sirve de cama. Que temple Dios mío, que par de bolas bien puestas.
Es 9 de Octubre y aquí vamos. Por el twitter Fernando Paulsen avisa: falta un metro. Mientras, una nube de reporteros trata de llenar el espacio entrevistando a familiares y otras estrellas circunstanciales de la TV con preguntas absurdas.
La sirena revienta el aire del norte a las 7:55 y la campana de la provisoria escuela quiebra las gargantas. Llegamos...!!! Se completa la línea de vida que permitirá que los abrazos virtuales se hagan de piel y sudor, que 33 valientes regresen del infierno a las simplezas de una ducha decente y una cama blanda y que la esperanza vuelva a recordarnos que jamás hay que abandonar. Las familias corren al cerro y se abrazan a la bandera para dar gracias, como si esa mísera cumbre de piedras y tierra amarillenta fuese la cima del mundo. Llegamos carajo..!! Muchos héroes en esta odisea, Golborne, Sougarret, técnicos que dejaron todo para venir al cerro a aportar, obreros que trajeron su experiencia en perforación petrolera para abrir un boquete recto de casi 700 metros, Jeff Heart, un gringo loco de Denver, el mejor operador del mundo de una T-130 que estaba en Afganistan trabajando para el ejército americano y dejó todo tirado para venir a operar la máquina que abrió la esperanza. 33 días de perforación para alargar una mano amiga a la profundidad de la tierra, para ganarle a la muerte y rescatar las 33 vidas que se podrían haber quedado en la roca.
Se vale llorar.
No hay nadie que no haya sacado una lección de todo esto. Yo fui uno de los que se pasó 17 días esperando que la tierra entregara 33 cadáveres y tuvo que pagar con lágrimas la imagen del Presidente mostrando el papel escrito con tinta roja que nos enseñó que nada es imposible.
Feliciano canta en la radio y eso de que "...tienes que ayudarme a conseguir la fe que con engaños ya perdí..." me recuerda lo que a muchos nos faltó hasta el día aquel del papelito que vino desde el ombligo del mundo.

Thursday, October 07, 2010

La Tía de todos

Los sábado por la noche que no terminaban en el barrio de Orompello - Ongolmo eran la excepción de la regla. Ese gerente del Banco que nos había evadido durante toda la semana o ese cliente al que no había sido posible ubicar para cobrar la factura vencida, e incluso ese profe con el que habíamos tenido un disgusto que requería un diálogo fuera del colegio, eran ubicables y abordables en casa de la Tía Olga Valdivia alrededor de una piscola. Sábado por la noche. Uno tomaba un taxi después de medianoche en la Plaza de Armas y el chofer no preguntaba adonde. Enfilaba a Orompello sin preguntar y si se le decía que ese no era el destino giraba el cuello extrañado. Seguro son afuerinos.
Cuando nos empinábamos por los 16 pasábamos la semana juntando lucas para aparecernos apatotados -solos ni en pedo- por una de las casas menores para sentirnos grandes un rato, fumando cigarro tras cigarro como si ese accionar nos fuese a aumentar los pelos en el pecho, tomándonos el extraño y desconocido líquido de una ponchera de vidrio tallado en el que nadaban algunos restos de frutas  y haciéndonos los duros ante las invitaciones para ir a casarnos por veinte minutos, a las que habríamos accedido gustosos a no ser de las limitaciones presupuestarias de un estudiante de provincia.
El Pato Valdivia ya era peludo cuando yo era un adolescente de espinillas. El y su inolvidable patota de amigos eran asiduos visitantes de la casa mágica  de Ongolmo 1153, donde la distancia entre la euforia y la risa con los charchazos y los botellazos era de sólo un milímetro. Las veces que el Huaso Rayo, el Cocho Espinosa junto con el Chico Arroyo, Valdivia y otros secuaces tuvieron que correr y correr hasta cerciorarse que los perseguidores se habían rendido, fueron muchas, y las causales variadas, como tirar un larga alfombra para que el tipo del extremo opuesto parara las chalas  o sencillamente irse sin pagar la cuenta porque las lucas no eran las que se pensaba que eran. La carrera era sin pausa hasta O'Higgins 430, la vieja casona de los Valdivia.
En la guía de teléfonos estaba mi papá, Eugenio Valdivia Ponchier, exactamente arriba de la tía, Olga Valdivia Torres, y era frecuente que los que llamaban para contactarse con alguna de las sobrinas equivocase la línea y llamara a casa. Jennifer? decía una voz conquistadora, a lo que el viejo contestaba burlón.. don Américo, que gusto saludarlo... causando un pánico mayor que el terremoto del 60. Una sociedad pequeña, donde todos sabían los secretos de todos, era la delicia del viejo Eugenio, poseedor de un sentido del humor único y relajado, cuyo comportamiento tampoco era mucho mejor que el de don Américo que digamos.
Por si alguno de mis viejos amigos todavía tiene convencida a su distinguida señora que conoció la casa de la Tía Olga sólo por referencia de sus amigos o por algún osado reportaje periodístico, les digo claro y  diáfano que es una total y gran mentira. No existe ni un solo penquista mayor de 50, habitante en esos años desde Cerro Verde a Chiguayante y alumno del Concepción, el Inglés, los Padres Franceses, el Instituto de Humanidades o el Liceo 1, que no haya metido una mano en el escote de Orompello 1153. Ninguno. Ni el Mario Ricardi o su hermano Fernando, ni el Huaso Cea, ni los Vivaldi, los Bellolio ni los Brain o los Jaén. También Gonzalo Villalobos -maestro instructor de muchos de nosotros en esas lides- el Yoyo Quevedo el Tino Soto y hasta el tranquilísimo Fernando Silva y mi hermano Rodrigo -sólo le faltó tocar el piano, y porque no había- pasaron por esa escuela del misterio, de lo clandestino, del sexo culpable, del manoseo de piscola que te regalaba una mina ronca que fumaba Hilton y que insistía como mapuche borracho. Pero todos fuimos niños de pecho al lado del negro Rodrigo Ulloa, que ya viejote y en su rol de arquitecto remodeló la vieja casona y desde ese día fue recibido por la Tía Olga con más honores que el Intendente.
De la lista de mis amigos, ilustres santiaguinos tuvieron una parada obligada en calle Ongolmo en sus viajes a Concepción. Desde el extremadamente serio Jorge Undurraga, pasando por Guillermo Vera, que más de una vez llegó vestido de huaso, Roberto Espinosa, que en sus tiempos del Clan 91 se arrancaba de Michel para ir a florearse con las sobrinas y una interminable lista donde no podría dejar de mencionar a Jorge Ramírez y a Leo García, que frecuentemente trataba de canjear el copete por un par de boleros y dos canciones cochinas, quienes de la mano de Katto, el mejor de los cicerones de Orompello, cierran este recuerdo.
Ví por última vez a la Tía Olga en los 90, vestida de impecable negro y sentada en la caja de su remodelado salón, amable y señora, estricta y confidente de todos quienes le saludaban. Cuantas vidas conoció por dentro sin dejar caer una línea de indiscreción, cuantos secretos se llevó a la tumba después de 95 cansados años. Cuantos sueños dejó de soñar para cuidar un lugar que a todos nos dio algún momento de diversión, a muchos nos regaló una anécdota para los nietos y a otros les alimentó el ego con halagos de cama al paso.
Nadie puede envidiar su vida, que debe haber sido terriblemente dura y amarga, tal vez vacía de las alegrías que regaló a destajo.
Salud Tía Olga. Honor a quien se lo merece. Usted ya es parte de la historia.
Al menos de la mía.