Thursday, November 25, 2010

ALAMEDA 390

Pantalón grisss… esa sola y escueta frase en boca de Francisco León, sumada al brazo derecho extendido hacia la puerta, era la diferencia entre la vida y la muerte. El señor Ministro –jamás supe de donde venía el nombre de su cargo- tenía fijación con el estricto cumplimiento de la normativa referente al uso del uniforme, la que cumplía en forma recta e histérica, tal como su superior directo, el cura Pocho Puelma, fiscalizaba el largo del pelo bajo un criterio vacilante y acomodaticio según quién fuese el pelucón. Ellos eran la autoridad implacable del querido Instituto de Humanidades Luis Campino de Alameda y Lira, edificio de triste destino para los institutanos, que vimos como el correr de los años nos podaba las instalaciones en forma dolorosa. Primero fue el hospital, que se llevó la cancha de fútbol y luego vino Canal 13 y se llevó toda la construcción que daba a calle Lira, al colmo de cortar la cancha de baby fútbol por el banderín del corner. Las cuentas del Arzobispado siempre fueron implacables. Y finalmente se llevaron el edificio completo para montar el Centro de Extensión de la UC, lo que acabó con varias generaciones de historia, dolor, risa, fracaso y satisfacción, pero por sobre todo, acabó con la percepción física y palpable de lo que fue nuestra vida hasta los 18.

En nuestra generación hubo de todo, desde los tipos de una abierta vena artística como Jorge Marchant hasta los grandes empresarios como Lalo Menichetti, pasando por toda la fauna imaginable. En términos generales fuimos más cercanos al humanismo que al materialismo y nos dividimos en varias militancias que se mantuvieron durante todos los años de colegio. Estaban los futbolistas y los no futbolistas, diferenciados claramente por la manera de encabronarse con la cancha y no dejar jugar al resto. Buenos futbolistas en esa generación, el mismo Lalo, Mariano Dálbora, Mario Gómez, el forro Imperatore, Yuri Pablovic, Pepe Guzmán, Pancho Herrera, los dos hermanos Guerrero, Pancho e Iván, Carlitos Vielles, en fin, un lote importante. También estaban los super momios y los no tanto, porque para qué vamos a decir que en el querido IHLC abundaban los socialistas. Los menos momios éramos los que despertábamos las iras de Pocho, los revolucionarios, los que hablábamos de “gobierno estudiantil” y nos tomábamos el colegio sólo por joder y sufríamos suspensiones y destierros generados a voz en cuello en medio del patio rojo. Los más momios tenían subdivisiones; los momios por vocación, como Carlitos Goñi, y los momios por chupamedias, como los hermanitos Ríos, que si fuese por ellos hubiesen beatificado a Pocho en vida.

Gran colegio el Campino, un lugar donde los mateos eran personas normales. No jugaban fútbol como ningún mateo del mundo, pero algunos de ellos tenían cuadernos asquerosos, eran terriblemente desordenados y perseguían a las empleadas domésticas igualito a los que se sacaban malas notas. Marito Penna fue niño símbolo de los mateos, adorado por buen amigo y buena onda, despistado a morir, con esa eterna sonrisa de oreja a oreja –literal- y un pedazo de lápiz de no más de tres centímetros que le acompañó toda la secundaria. Como genio que era terminó de investigador científico, analizando comunicaciones entre ranas. No podría haber sido de otra forma.

Nuestra vida en el Instituto transcurrió plácida. Nunca nos hicieron estudiar demasiado, los profesores eran pintorescos y alegraban nuestro pasar por ese karma que a los 15 o 16 significa estudiar, y para rematar, los últimos dos años de humanidades teníamos un patio aparte donde se nos permitía fumar. Nosotros fuimos la generación del pucho y del cuete. Los profes fumaban en la sala de clases y los pupitres tenían cenicero. Los fines de semana había muchísima mina, algo de copete y algo de cuete. Los choros y buenos para el aletazo eran casi todos buenas personas, cosa rara en el colegio. Eso sí, era preferible tener uno de amigo para escapar de los hiperventilados como el turco Landea, que le pegaba a todo lo que se movía, hubiese o no un motivo. Algunos buenos – buenos para la pelea eran Pepe Guzmán y el Moco Egaña, así como había otros que nunca se achicaron con nadie y ofrecieron combos hasta decir basta, pero que no tenían un físico muy privilegiado que digamos, como Macaco Ruíz y su metro y medio, o Pancho Herrera y su caminar a lo John Wayne.

Se pueden llenar libros con las anécdotas de nuestra etapa escolar, indudablemente la mejor de nuestras vidas, sin mayor presión al no ser un colegio competitivo ni tampoco muy caro, en una edad donde uno va para adelante sin conciencia de los esfuerzos que a veces los viejos tenían que hacer para que uno lograse terminar el colegio ni con el desespero de la juventud actual, que si no saca determinado puntaje se considera un fracaso antes de comenzar nada. Eramos distintos, valorábamos la amistad y considerábamos al colegio como una raíz innegable. Cuando Juanito Obrecht enfermó de cáncer sin previsión alguna, pasamos más de un año reuniéndonos mes a mes para juntar el dinero que le permitió a su familia tener un pasar decente hasta su muerte. En esas reuniones se vieron gestos tremendos. Algunos no iban a la cena porque no tenían dinero suficiente, pero llegaban al postre para dejar las lucas de Juan, que eran sagradas. Otros con más recursos pagaban la cena y aportaban toda nuestra cuota a la causa. Nos reclamábamos seriamente cuando a alguno de nosotros se le olvidaba el compromiso y pedíamos disculpas por no poder aportar más. Otros adoptaron a Juan por el lado humano, se acercaron a su mujer y a sus hijos y los acompañaron de manera cercana hasta el final. Unos pocos estábamos allí cuando Juan agonizó. Ramón Echeverría dijo algunas cosas geniales que hasta hoy repito como si fuesen de mi cosecha, reafirmando la claridad que había en la mente y el corazón de ese cura, quizá el único cuyo sentido social fue tan irrenunciable que finalmente le terminó pasando la cuenta cuando la política viró a la derecha.

Nuestros personajes eternos no se borrarán jamás. Nadie podrá olvidar el trauma que significaba ser sorprendido con el pelo muy largo y enviado al cadalso de Flores, un ex milico que aprendió a cortar el pelo con las tusas de los caballos y que nos dejaba como tales, o al pelado Vásquez, afeminado y barrero, Ceballos, el de Filosofía, opiniones divididas entre maraco e intelectual, el sapo Barbagelata, a quien le robábamos las pruebas mal hechas y se las cambiábamos por otras impecables, Tata Lira, un anciano malgenio cuyo nivel de tolerancia con los morenos era propia del Ku Klux Klan, el loro Lehr, un sabio loco profesor de Física metido en un colegio de irreverentes, al que en un experimento le hicimos recibir un golpe de corriente tan fuerte que le dejó el poco pelo que tenía, tieso como el alambre. Son muchos, son inolvidables.

Jamás me olvidaré del Instituto, así como jamás me olvidaré de la cara de Bernardo Stanke cuando descubrió que mi arduo trabajo -en sociedad con Mariano- para robarnos el libro de clases tuvo como resultado que puse un siete en Matemáticas en su casillero en vez del mío, al correrme una línea de la lista producto de los nervios.

Y por si alguno de mis ilustres amigos, cercanos o no tanto, ha mantenido a sus hijos engañados diciendo que se portaba bien y que era un tipo de sólo 6 y 7, por favor sincerense, no sigan haciendo que se coman ese cuento. Salvo Marito Penna y Sergio Canals, el resto fuimos todos, todos, en mayor o menor medida, flojos descarados, sacadores de vuelta, pujando por un miserable cuatro y haciendo maniobras para llegar a un cinco, inventando excusas para no entregar el trabajo, copiándonos hasta los trabajos manuales y los dibujos, mujeriegos y parranderos a mucha honra, pero por sobre todo, buenas personas, tipos que en nuestras familias y en nuestros amigos dejamos huellas de cariño, hombres a los que el dolor ajeno nos importa y que pasamos a las generaciones siguientes el recuerdo de un colegio que quizá no hizo muchos personajes famosos, pero nos hizo a nosotros como somos. Y nos alegramos de ello.

Es injusta esta nota, ya que dejo atrás tantos nombres que no merecen quedar en el tintero. Imposible dejar de nombrar a Doren, Girón, Ulloa, al indio Muñóz, Lagos y Lagos, los hermanos de los deportes, el despreciado profesor de química y biología, al que alguien –mejor no nombrar a ninguno de los dos- le dio una paliza de aquellas en su oficina de la U. Técnica que le hizo olvidar lo fácil que le resultaba rajar a cualquiera. Y de nuestros compañeros más pintorescos, al querido Miguel Undurraga, un orate que enfermo del corazón corría como condenado sólo para ver desesperar al profesorado que debía cuidarle, Alex Armstrong y su irreverencia permanente, Rodrigo Del Campo y su elegancia, el trío de los pequeños, Herrera Delgado y Aedo, el desaparecido e inolvidable Douglas Slaughter, rey de los mochileros, los hermanos Jarpa, Rodrigo y su cuota de diesiseis piscolas en las fiestas del Sábado, José Manuel y Oscar, con quien en mi vida adulta siempre tuve deudas de amistad, el pájaro Alarcón, que nunca supimos si desapareció o lo desaparecieron, Poncho Iglesias, que fue atraído por los testigos de Jehová y terminó bautizando gente en algún pueblo del sur, y en fin, tantos institutanos de los que me he sentido amigo orgulloso, aún después de tantos años sin verlos.

Salud amigos, buena vida para todos. Ojalá me recuerden como yo a ustedes, que los sigo queriendo como en los sesentas.

1 Comments:

At Thursday, 09 December, 2010, Blogger hueso. said...

Grande campino, sea en alameda o en pedro de valdivia, fue un lugar donde los 2, en epocas muy distintas, encontramos amigos, experiencias, risas, chascarros, etc. Gracias a ti viejito por haberme puesto en ese gran colegio.

 

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