La Tía de todos
Los sábado por la noche que no terminaban en el barrio de Orompello - Ongolmo eran la excepción de la regla. Ese gerente del Banco que nos había evadido durante toda la semana o ese cliente al que no había sido posible ubicar para cobrar la factura vencida, e incluso ese profe con el que habíamos tenido un disgusto que requería un diálogo fuera del colegio, eran ubicables y abordables en casa de la Tía Olga Valdivia alrededor de una piscola. Sábado por la noche. Uno tomaba un taxi después de medianoche en la Plaza de Armas y el chofer no preguntaba adonde. Enfilaba a Orompello sin preguntar y si se le decía que ese no era el destino giraba el cuello extrañado. Seguro son afuerinos.
Cuando nos empinábamos por los 16 pasábamos la semana juntando lucas para aparecernos apatotados -solos ni en pedo- por una de las casas menores para sentirnos grandes un rato, fumando cigarro tras cigarro como si ese accionar nos fuese a aumentar los pelos en el pecho, tomándonos el extraño y desconocido líquido de una ponchera de vidrio tallado en el que nadaban algunos restos de frutas y haciéndonos los duros ante las invitaciones para ir a casarnos por veinte minutos, a las que habríamos accedido gustosos a no ser de las limitaciones presupuestarias de un estudiante de provincia.
El Pato Valdivia ya era peludo cuando yo era un adolescente de espinillas. El y su inolvidable patota de amigos eran asiduos visitantes de la casa mágica de Ongolmo 1153, donde la distancia entre la euforia y la risa con los charchazos y los botellazos era de sólo un milímetro. Las veces que el Huaso Rayo, el Cocho Espinosa junto con el Chico Arroyo, Valdivia y otros secuaces tuvieron que correr y correr hasta cerciorarse que los perseguidores se habían rendido, fueron muchas, y las causales variadas, como tirar un larga alfombra para que el tipo del extremo opuesto parara las chalas o sencillamente irse sin pagar la cuenta porque las lucas no eran las que se pensaba que eran. La carrera era sin pausa hasta O'Higgins 430, la vieja casona de los Valdivia.
En la guía de teléfonos estaba mi papá, Eugenio Valdivia Ponchier, exactamente arriba de la tía, Olga Valdivia Torres, y era frecuente que los que llamaban para contactarse con alguna de las sobrinas equivocase la línea y llamara a casa. Jennifer? decía una voz conquistadora, a lo que el viejo contestaba burlón.. don Américo, que gusto saludarlo... causando un pánico mayor que el terremoto del 60. Una sociedad pequeña, donde todos sabían los secretos de todos, era la delicia del viejo Eugenio, poseedor de un sentido del humor único y relajado, cuyo comportamiento tampoco era mucho mejor que el de don Américo que digamos.
Por si alguno de mis viejos amigos todavía tiene convencida a su distinguida señora que conoció la casa de la Tía Olga sólo por referencia de sus amigos o por algún osado reportaje periodístico, les digo claro y diáfano que es una total y gran mentira. No existe ni un solo penquista mayor de 50, habitante en esos años desde Cerro Verde a Chiguayante y alumno del Concepción, el Inglés, los Padres Franceses, el Instituto de Humanidades o el Liceo 1, que no haya metido una mano en el escote de Orompello 1153. Ninguno. Ni el Mario Ricardi o su hermano Fernando, ni el Huaso Cea, ni los Vivaldi, los Bellolio ni los Brain o los Jaén. También Gonzalo Villalobos -maestro instructor de muchos de nosotros en esas lides- el Yoyo Quevedo el Tino Soto y hasta el tranquilísimo Fernando Silva y mi hermano Rodrigo -sólo le faltó tocar el piano, y porque no había- pasaron por esa escuela del misterio, de lo clandestino, del sexo culpable, del manoseo de piscola que te regalaba una mina ronca que fumaba Hilton y que insistía como mapuche borracho. Pero todos fuimos niños de pecho al lado del negro Rodrigo Ulloa, que ya viejote y en su rol de arquitecto remodeló la vieja casona y desde ese día fue recibido por la Tía Olga con más honores que el Intendente.
De la lista de mis amigos, ilustres santiaguinos tuvieron una parada obligada en calle Ongolmo en sus viajes a Concepción. Desde el extremadamente serio Jorge Undurraga, pasando por Guillermo Vera, que más de una vez llegó vestido de huaso, Roberto Espinosa, que en sus tiempos del Clan 91 se arrancaba de Michel para ir a florearse con las sobrinas y una interminable lista donde no podría dejar de mencionar a Jorge Ramírez y a Leo García, que frecuentemente trataba de canjear el copete por un par de boleros y dos canciones cochinas, quienes de la mano de Katto, el mejor de los cicerones de Orompello, cierran este recuerdo.
De la lista de mis amigos, ilustres santiaguinos tuvieron una parada obligada en calle Ongolmo en sus viajes a Concepción. Desde el extremadamente serio Jorge Undurraga, pasando por Guillermo Vera, que más de una vez llegó vestido de huaso, Roberto Espinosa, que en sus tiempos del Clan 91 se arrancaba de Michel para ir a florearse con las sobrinas y una interminable lista donde no podría dejar de mencionar a Jorge Ramírez y a Leo García, que frecuentemente trataba de canjear el copete por un par de boleros y dos canciones cochinas, quienes de la mano de Katto, el mejor de los cicerones de Orompello, cierran este recuerdo.
Ví por última vez a la Tía Olga en los 90, vestida de impecable negro y sentada en la caja de su remodelado salón, amable y señora, estricta y confidente de todos quienes le saludaban. Cuantas vidas conoció por dentro sin dejar caer una línea de indiscreción, cuantos secretos se llevó a la tumba después de 95 cansados años. Cuantos sueños dejó de soñar para cuidar un lugar que a todos nos dio algún momento de diversión, a muchos nos regaló una anécdota para los nietos y a otros les alimentó el ego con halagos de cama al paso.
Nadie puede envidiar su vida, que debe haber sido terriblemente dura y amarga, tal vez vacía de las alegrías que regaló a destajo.
Salud Tía Olga. Honor a quien se lo merece. Usted ya es parte de la historia.
Al menos de la mía.
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