La Raíz
O´Higgins 430, entre Rengo y Lincoyán. La vereda tenía más de cinco
metros de ancho y era la cancha de fútbol donde los San Martín, los Moratino, el
huaso Cea, Larry Gangas y otros incipientes futbolistas de 10 a 14 años
trataban de dar sus primeros pasos, entre los reclamos de Chichi la peluquera y
la óptica Benhër por los pelotazos en las vidrieras. Eran los años en los que la
vida fluía lenta y placentera, como las empanadas fritas de la Nana Valdivia en
Domingo o los vuelos en Piper con el viejo Eugenio sobre la laguna de San
Pedro. Era demasiado bueno para durar. La vida de niños y adolescentes fue tan intensa
que los recuerdos no pudieron pasar agachados y silentes, sin dejar las huellas
profundas que hoy cargamos entre la espalda y el corazón los de la generación
penquista del 50.
Fue la generación paralela, donde nuestros viejos vivieron tan
intensamente como nosotros porque en Concepción había una sociedad con espacios.
Habían mujeres hermosas, vida nocturna y veranos de agua, sol, lanchas y
asados. Los viejos vivían en el Quijote y los chicos en el Astoria. Los
negocios se hacían en el Dom con el cafecito de don Juan Schiaffino, que se
ponía morado si le usaban mucha azúcar. Los completos del Llanquihue, las
eternas mesas de pool y el cine de los Domingos eran imperdibles, cine de
matinée o de vermouth, donde el Pollo Valdivia pegó un pico de papel por fuera
del lente de proyección y hubo que parar la película para sacarlo. Teníamos un
campeonato de fútbol de quinta categoría pero a nosotros nos parecía la
Champions League, con la U de Conce, Fernández Vial, Gente de Mar, Fiap-Tomé,
Ferroviarios y otros gloriosos clubes, a los que unos pocos íbamos a ver a la
cancha de tierra de la U en avenida Roosevelt, que murió decentemente, dando
paso al hospital.
Era ese Concepción creciente, donde Huachipato hacía casi toda la
fuerza industrial y llegar a la planta con el viejo parecía tan lejano como
salir al extranjero; a las casas de la laguna sólo se llegaba en lancha y
Talcahuano era una experiencia oscura de marineros borrachos y burdeles
miserables. Los más chicos fuimos creciendo y ya el colegio no era solo el
lugar donde estudiar, sino donde se vivía con romance y aventura. El foro
romano de la U era el centro del coqueteo quinceañero y allí asomaban las
primeras tomadas de mano, tímidos abrazos y besos dulces de chicle bomba sabor
a frutilla. Las primeras cervezas se probaron en El Ombligo y las primeras
fiestas eran de tres a siete en el colegio, fiestas de Chubby Checker y Guinda
Nobis, con canapés hechos por las mamás y profes vigilantes, no sé para qué, ya
que en esos años los jotes no daban ni para polluelos.
La memoria está pintada con pinceles delgados y colores ya algo
diluidos que en mi interior describen a la ciudad de la lluvia, al colegio con
barro hasta el cogote, los profes que fumaban en clase, los examinadores del
liceo uno, encabezados por la Lola Puñales, la Puta Díaz y el Viruco. Los
primeros puchos con Aldo en la clandestinidad de la noche de San Pedro y un
tema de Chad & Jeremy que el Chino exhibía como primicia y que nunca nadie
más escuchó.
Concepción me duró hasta antes de la universidad. El viejo se murió y
emigramos. Allí quedaron mis raíces, mis anécdotas, mis primeras pololas, mis
primeras incursiones donde la tía de todos, la vieja casona de O’Higgins 430 y
los veraneos en la laguna. Me fui una noche en el nocturno, silente, con mi
vieja y su enorme corazón hecho trizas, envejeciendo mil años en un viaje de
quinientos kilómetros y dando por terminada una vida que no debía haberse
interrumpido.
Pero lo que nunca dejé en Concepción fue a mis amigos. A ellos me los
traje en el corazón. Amigos geniales, amigos grandes, amigos amigos, de esos
que no se ven en veinte años y nunca dejan de estar presentes, amigos que se
actualizan en una sola conversación, pues nunca se fueron realmente.
Tuve amigos más cercanos y otros no tanto. Tuve amigos de barrio, de
colegio, de fútbol, de trompo y bolita, amigos de secretos y de andanzas
clandestinas. Amigos divertidos, amigos
graves, amigas hermosas, amigas sensuales, locas y serias. Tuve amigos que hoy
me hacen decir que tengo amigos. Y que soy un afortunado.
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Dedicado a Jorge Huaso Cea, Rodrigo Negro Ulloa, Mario Cabezón Ricardi
y Fernando Ricardi, Aldo el Bachicha Vivaldi, Pía y Renato, Jorge Chino Monardes,
a Janet Lamas, la más rica, a Carmen Gloria Brito, la más dulce, a la Vero
Rudloff, la más chora, a la Nuri Llull, la más loca, a los hermanos San Martín,
mis vecinos, a Poncho Pizarro, el intelectual, a Hernancito Rojas, que debe
estar mirándonos envejecer, al Pollo Salazar, a la Marcia y la Polla, al Yoyo
Quevedo, a Fernando Rojo, a la Paty Bauer, a la ternura de Sonia Karp y sus
pecas, a la Cristina Lobos, Rodrigo Jaén, Jorge Yaeger, a Jorge Reyes, Moncho
Romero y Alejandro el Conejo Espinoza, mis
amigos de la música, a Marion Contreras y su desaparecido hermano Carlos, a los
Santa María, a la memoria de Nico Bustos, y a tantos otros rostros que se me
quedaron en la retina, pero cuyos nombres no podría relacionar. Ojalá muchos
otros pudiesen leer estas líneas.
Una dedicatoria muy especial al hijo de puta de Carlos Halabí Lorca,
vecino de niñez que esperó quince años para ir a buscarme en Venezuela y
abusando del recuerdo me cagó con veinticinco mil dólares por los que lo
mantuve quince días preso, pero nunca pagó. El único que nunca llegó a saber que es la amistad. Morirá pobre de afectos.
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