La razón de las cosas
Siempre que uno escribe sobre personas piensa que hay un determinado grado de injusticia al narrar, pues irremediablemente se deja de nombrar a algunos, por olvido, por espacio o por ganas. Escribo sobre mi familia con igual sesgo porque es irremediable, pero alguna vez tenía que hacerlo, ya que soy un tipo extremadamente orgulloso del núcleo al que me tocó pertenecer.
Mi bisabuelo Máximo es una imagen difusa. Los Valdivia que quedamos vivos somos muy distantes en el tiempo, por lo que la información es vaga y las fotos inexistentes. Lo gravitante en la familia fue su condición de músico profesional, integrante de la orquesta sinfónica y obviamente el gen original de una afición que se transmitiría a todas las generaciones en mayor o menor medida. Se recuerda de él una anécdota en particular y que dice que alguna vez le prestó su frac de actuación a un colega que tenía un pituto en otra orquesta y cuando lo recuperó se lo habían reducido varias tallas, ya que quien lo usó era de menor estatura y no encontró nada mejor que ir a un sastre y simplemente achicarlo.
Mis abuelos fueron cinco hermanos, cuatro varones y una mujer. Este grupo adorable de eruditos, locos, bohemios e incorregibles caballeros de humor negro, que vestían de traje y corbata hasta en la playa, se compuso de personajes pintorescos e inolvidables. Un músico bandido, violinista de la sinfónica que una vez durante un concierto en Tacna se enganchó con unos tangueros cuyo instrumentista había desertado de cumplir un contrato en un transatlántico y sin dudarlo salió de su hotel calladamente, con su maletita y su instrumento y se lanzó a la aventura en un vapor de damas vestidas de plumas y zorros, tocando a Gardel hasta Paris. Nunca más se supo de él. 20 o 25 años después apareció de la nada, casado con una francesa y saludando como si se hubiese ido ayer, para instalarse en su casa de calle Lira desde donde a sus avanzados ochenta y vestido de fumoir, pañuelo al cuello y retoques de polvo cosmético en los cachetes, piropeaba a las colegialas que pasaban por su ventana. Ese fue Ernesto, odiado por la mitad de la familia e ignorado por la otra mitad. Para mi, un personaje excéntrico y extremadamente cariñoso, de quien guardo un recuerdo cálido. Sentados al piano en la vieja casa de Lira me hizo la partitura de la primera canción que compuse, a los 16 años, para poder enviarla al Festival de Viña del Mar.
No muchos fuera de la familia saben que el Cadáver Alberto Valdivia Palma perteneció a la generación casi olvidada de poetas y escritores de los años 20, junto a Alberto Rojas Jiménez, Juvencio Valle, Romeo Murga y Víctor Barberis entre otros, los que a la sombra de los maestros Rimbaud y Baudelaire crearon un grupo de intelectuales de capa y sombrero alón y durante años deambularon por las calles de un sombrío y muy bohemio Santiago que a muchos llevó por el andar del exceso. El Cadáver cayó en las garras de la morfina y nadie logró rescatarlo. Toda su vida arrastró una tristeza tan enorme como su raído abrigo que le produjo el fracaso de su primera obra, Romanzas en Gris, publicada cuando apenas tenía 20 años. “Todo se irá, la tarde el sol, la vida, será el triunfo del mal, lo irreparable; sólo tú quedarás, inseparable hermana del ocaso de mi vida”. Esos eran los versos de aquel muchacho flaco al que se le veía deambular en solitario, con su infinito sosiego y un paquete de papeles con sus versos bajo el brazo. Murió a los 38 y sus amigos dicen que todavía deambula, como buen Cadáver, por calle Bandera, cerca de la Cafetería Popular.
La Tía Palmira, cuyo apodo fue un simple corte del nombre, acomodándolo a su minúscula estatura, era una vieja sollterona, buena para el aletazo, el chiste rápido y la puteada veloz. La recuerdo ronca, muy fumadora, de falda apretada y caminar rápido. No tardaba un segundo en empapelar a chuchadas a cualquiera que se le atravesara, y pasaba de ese fuerte actuar a la ternura más grande con la velocidad del rayo. Tenía el humor permanente de sus hermanos y resultaba difícil pensar que criándose con semejantes especímenes la Palmi pudiese haber tenido otro carácter. Nunca me fui de su casa con las manos vacías y lo que más recuerdo es que cada vez que la visitaba volvía a casa con unos huevos enormes que producían sus gallinas regalonas. Nunca se casó porque nunca le gustaron los hombres, pero en el siglo veinte esa condición se vivía entre sábanas y en silencio, so pena de ser condenado al desprecio.
Mis dos abuelos fueron unos tipos fenomenales. Mi abuelo paterno, Eugenio, ha sido siempre recordado como el hombre más cálido que se haya conocido. Algo gordo, de manos suaves y trato cariñoso, todavía no hay una explicación clara de cómo un ser tan adorable vino a casarse con una mujer tan parca, poco cariñosa y egoísta como mi abuela Mercedes. Cuando mi padre era muy pequeño se radicaron en Francia, donde mi abuelo hizo tanto de dentista como de cellista, una de sus dos grandes pasiones. La otra era mi viejo, el Chocolate como el lo llamó por alguna razón que nunca supe, a quien el abuelo tenía adoración. Muy joven enfermó de algo que jamás tuvo diagnóstico y fue uno de los primeros pacientes en Chile en recibir penicilina, medicamento casi experimental en aquellos años que lamentablemente no pudo ayudarle. El abuelo Eugenio murió cinco años antes de yo nacer, el año 45.
Eugenio y Arturo, mi abuelo materno, estudiaron odontología casi paralelamente. Egresados se pusieron a trabajar sin graduarse y les llegó el momento de culminar la carrera o quedarse sin título. Dieron once exámenes en un solo día, pasando de sala en sala y de comisión en comisión. Por la noche salieron con el título bajo el brazo y aunque no hay testigos vivos, puedo jurar que se fueron de putas. No recuerdo otro caso de hermanos graduados el mismo día.
La banda de los Valdivia fue terrible. Eran capaces de pasearse en bolas por la casa para ahuyentar a una visita molestosa o de meterse en un concurso de ..si come los catorce platos no paga... y en medio de la tercera cazuela transarse a carajazos porque no había suficiente pan con mantequilla para empujar.
El abuelo Arturo tenía el humor más negro de toda la familia. Era fácil confundir si estaba enojado y lo que decía era un sermón, o te estaba tomando el pelo descaradamente. Creo que muchas veces ni el mismo podía controlar el que su discurso fuese entre cómico, duro y sarcástico, como cuando aquella vez llamó a la cocinera para reclamarle haber servido mariscos en mal estado... en el mercado, usted se para al lado de los mariscos y agita la falda... si huelen igual, no los compre... es signo de que están podridos...
Odontólogo de Ferrocarriles del Estado, los mil viajes en tren desde y hacia Concepción en compañía del abuelo son imborrables. Con su camisa blanca impecable, suspensores y eventualmente un jipi japa - a pesar de la oposición férrea de la abuela Marta - terneado invierno y verano y con la sabia calma del hombre en paz, viajar con el abuelo fue siempre un placer. Una vez compramos naranjas en Curicó y el viejo mandó a mi hermana de vuelta al tren mientras él pagaba. La señora del kiosco se quedó mirando a Loreto y comentó... parecía decente la niñita, pero igual se robó las naranjas... don Arturo, con la parsimonia que le caracterizaba se guardó los billetes y alejándose del kiosco dijo algo así como... la juventud de hoy está terrible...
Dos hemiplegias y otro par de infartos lo dejaron mermado físicamente y lento en el hablar. Un día me confesó que estaba cansado de vivir.. listo para el cajón... en sus propias palabras, y le encontré razón. Un hombre que tuvo una vida sana y sin excesos, no encontró nunca justicia en esa etapa privada de las facultades mínimas. Un día de agosto se durmió en su habitual siesta y ya no despertó.
La generación que vino luego es la de mis recuerdos cercanos. Ernesto tuvo tres hijos, la Pepa, eterna tía de todos, cariñosa, cálida y de un eterno buen humor. Eric el porro, apodo que le puso una tía lejana por sus notas en el colegio, el hombre que siempre estaba sonriendo, y Ernesto, que fue muy cercano a mi padre y de un tremendo parecido físico a su viejo. Del tío Ernesto aprendí que la educación era lo fundamental. Me lo dijo una y otra vez y me consta que su preocupación permanente fue que sus hijos Luis Alejandro y Ernesto se graduaran de ingenieros. La vida lo premió permitiéndole verlos como brillantes profesionales.
Ni el Cadáver ni la Palmi, razones obvias, tuvieron hijos. Eugenio y Arturo darían origen a mis viejos, que siendo primos se casaron en un escándalo familiar que debe haber sido el motivo para que la abuela Mercedes nunca pudiera perdonar y que se transformara en la peor abuela que nieto alguno pueda recordar.
Mi viejo fue hijo único, pero por el lado del abuelo Arturo nacieron el Peladito Arturo, un niño prodigio que fue más maduro que la mayoría de los adultos de la familia y que murió de pocos años, Martita, también muerta de niña, mi vieja Adriana y luego los mellizos, Jaime y Patricio. La incipiente medicina de los años cuarenta no pudo salvar a Jaime, que murió apenas nacido, y quizá por esa tremenda injusticia Dios dobló en Patricio las cualidades de ser humano inmejorable de las que todos hemos disfrutado. El Pato Valdivia es un hombre íntegro, transparente como el agua fría, generoso y de un alma que como el océano, le ocupa casi todo el espacio. Cuesta definirlo. Los que hemos sido recipientes de su cariño jamás podremos encontrar las palabras adecuadas para describir cómo su presencia marcó nuestras vidas y nos hizo mejores personas. Chapeax doctor.
Mi vieja querida fue una mujer fuerte en la adversidad, protectora y suave como un peluche mullido. Mi memoria guarda una imagen de cercanía permanente, de fiebre sudada en su regazo, de aliento consistente ante la duda y de apoyo férreo ante la convicción de la verdad. A todo eso le sumo una belleza cautivante que se dibujaba en una sonrisa amplia y fresca que le quitaba el aliento a los hombres de toda condición y edad. El Pato Valdivia y yo tuvimos el privilegio de acompañar su dolorosa muerte en un abrazo que se nos quedó pegado en la piel, encerrados en un dormitorio de cortinas transparentes por donde se colaba el sol de Marzo, secando su sudor y cambiando miradas de resignación ante lo irremediable. Con ella, la muerte me ganó la segunda partida con ventaja, pero no me logró quitar los sueños.
Mi padre fue, definitivamente, The Leader of the Band, como alguna vez escribió Dan Fogelberg. Ni siquiera hoy, después de cuarenta y seis años, puedo evitar una estrechéz en la garganta al recordarle y al pensar lo distinto que todos los Valdivia habríamos sido si ese tres de enero el Standard Austria CCS5W no hubiese despegado de la pista de Panimávida.
El pequeño niño que llegó de Francia con cinco años y sin saber hablar español, al pasar de la vida se transformó en el referente de todo, el de la opinión certera, el consejo oportuno, el cómplice de los amigos, el soporte de los débiles y el defensor de los desamparados. Hombre rana, piloto de avión, de planeadores, rugbista, cazador, líder de los ingenieros, el jefe que todos querían tener, el master tape de todos los que luego de él hemos sido copias menores. El legado de mi padre no tiene precio, tiene un valor inmenso. Fuimos dos hermanos nacidos de él y la Nanita, mi querida gorda Loreto, la tía de todos los sobrinos, propios o ajenos, la abuela de mi pequeño Cristóbal, la samaritana de todos los abandonados, la del cariño interminable y la disposición incondicional. Si hay algo que destaca en la vida de mi hermana es la bondad. Fuimos ella y yo por más de treinta años.
Cuando la década de los cincuenta pasaba la mitad, mi viejo tuvo una relación de la que nunca conocí detalles y de la que jamás me sentí con derecho a preguntar. De ese amor nació mi hermanito Rodrigo, siete años menor y a quien por una situación extraordinaria e inigualable, vine a conocer pasados mis treinta. Mi viejo y su madre hicieron un pacto que se mantuvo vigente por veintitantos años y que consistió en que la existencia de mi hermano no se divulgaría mientras mi madre estuviese viva. Si alguien alguna vez pensó que la relación de ese par de seres fue casual, basta preguntarse si hay otra razón más grande que el amor para mantenerse leal a una promesa de ese calibre. No conocí a Iris, pero siempre le agradeceré haberme regalado un hermano como Rodrigo.
Varios años después de morir la Nanita me contaron de la existencia de mi hermano. El día que vino a verme abrí la puerta y en el umbral me encontré con la copia de mi papá, mirándome entre nervioso y tímido, pero sin poder ocultar el aura que desplegaba. Abrazarlo fue uno de los momentos más gratificantes que he vivido. El paso de los años me hizo ver que la similitud con mi viejo no era un mero rasgo físico. Las características que he descrito de mi querido padre están en su cara y en su corazón.
Toda esta historia, que debo detener en la generación de los viejos porque de otra forma esta crónica sería insoportable, siempre tuvo el propósito de rasguñar las raíces para explicarme la razón de las cosas. Mis primos y mis hermanos no pudieron ser malas personas con la calidad de abuelos, padres y tíos que tuvimos. Ninguno de los Valdivia de mi generación se ha destacado por ser un balazo para los negocios, la política o la ciencia, pero ninguno de nosotros se levantó jamás por la mañana pensando a quien embaucar para poder vivir, como tampoco ninguno de nosotros pudo pasar al lado de un ser humano en desgracia sin detenerse a dar aliento, aunque no sirviese para nada. La razón por la que Luis Alejandro, Ernesto, Max, Horacio, Loreto y Rodrigo, mencionando sólo a la generación de los 40-50, sean motivo de mi orgullo, está en lo que hay detrás, en el salto al siglo dieciocho y a los albores del diecinueve, en la herencia que nos dejaron las risas de los viejos que hasta hoy resuenan en todas nuestras casas, en la música que hubo en todos, en esos corazones inmensos que tuvieron el cuidado de heredarnos por encima de lo material y en el toque de locura en la medida justa, que creo haber traspasado a mis maravillosos hijos. Para mi fue fácil engendrar seres humanos de primera. El ADN venía con el envase.
Es grato poder bajar al interior de uno mismo y encontrar la verdadera razón de las cosas.
Mis dos abuelos fueron unos tipos fenomenales. Mi abuelo paterno, Eugenio, ha sido siempre recordado como el hombre más cálido que se haya conocido. Algo gordo, de manos suaves y trato cariñoso, todavía no hay una explicación clara de cómo un ser tan adorable vino a casarse con una mujer tan parca, poco cariñosa y egoísta como mi abuela Mercedes. Cuando mi padre era muy pequeño se radicaron en Francia, donde mi abuelo hizo tanto de dentista como de cellista, una de sus dos grandes pasiones. La otra era mi viejo, el Chocolate como el lo llamó por alguna razón que nunca supe, a quien el abuelo tenía adoración. Muy joven enfermó de algo que jamás tuvo diagnóstico y fue uno de los primeros pacientes en Chile en recibir penicilina, medicamento casi experimental en aquellos años que lamentablemente no pudo ayudarle. El abuelo Eugenio murió cinco años antes de yo nacer, el año 45.
Eugenio y Arturo, mi abuelo materno, estudiaron odontología casi paralelamente. Egresados se pusieron a trabajar sin graduarse y les llegó el momento de culminar la carrera o quedarse sin título. Dieron once exámenes en un solo día, pasando de sala en sala y de comisión en comisión. Por la noche salieron con el título bajo el brazo y aunque no hay testigos vivos, puedo jurar que se fueron de putas. No recuerdo otro caso de hermanos graduados el mismo día.
La banda de los Valdivia fue terrible. Eran capaces de pasearse en bolas por la casa para ahuyentar a una visita molestosa o de meterse en un concurso de ..si come los catorce platos no paga... y en medio de la tercera cazuela transarse a carajazos porque no había suficiente pan con mantequilla para empujar.
El abuelo Arturo tenía el humor más negro de toda la familia. Era fácil confundir si estaba enojado y lo que decía era un sermón, o te estaba tomando el pelo descaradamente. Creo que muchas veces ni el mismo podía controlar el que su discurso fuese entre cómico, duro y sarcástico, como cuando aquella vez llamó a la cocinera para reclamarle haber servido mariscos en mal estado... en el mercado, usted se para al lado de los mariscos y agita la falda... si huelen igual, no los compre... es signo de que están podridos...
Odontólogo de Ferrocarriles del Estado, los mil viajes en tren desde y hacia Concepción en compañía del abuelo son imborrables. Con su camisa blanca impecable, suspensores y eventualmente un jipi japa - a pesar de la oposición férrea de la abuela Marta - terneado invierno y verano y con la sabia calma del hombre en paz, viajar con el abuelo fue siempre un placer. Una vez compramos naranjas en Curicó y el viejo mandó a mi hermana de vuelta al tren mientras él pagaba. La señora del kiosco se quedó mirando a Loreto y comentó... parecía decente la niñita, pero igual se robó las naranjas... don Arturo, con la parsimonia que le caracterizaba se guardó los billetes y alejándose del kiosco dijo algo así como... la juventud de hoy está terrible...
Dos hemiplegias y otro par de infartos lo dejaron mermado físicamente y lento en el hablar. Un día me confesó que estaba cansado de vivir.. listo para el cajón... en sus propias palabras, y le encontré razón. Un hombre que tuvo una vida sana y sin excesos, no encontró nunca justicia en esa etapa privada de las facultades mínimas. Un día de agosto se durmió en su habitual siesta y ya no despertó.
La generación que vino luego es la de mis recuerdos cercanos. Ernesto tuvo tres hijos, la Pepa, eterna tía de todos, cariñosa, cálida y de un eterno buen humor. Eric el porro, apodo que le puso una tía lejana por sus notas en el colegio, el hombre que siempre estaba sonriendo, y Ernesto, que fue muy cercano a mi padre y de un tremendo parecido físico a su viejo. Del tío Ernesto aprendí que la educación era lo fundamental. Me lo dijo una y otra vez y me consta que su preocupación permanente fue que sus hijos Luis Alejandro y Ernesto se graduaran de ingenieros. La vida lo premió permitiéndole verlos como brillantes profesionales.
Ni el Cadáver ni la Palmi, razones obvias, tuvieron hijos. Eugenio y Arturo darían origen a mis viejos, que siendo primos se casaron en un escándalo familiar que debe haber sido el motivo para que la abuela Mercedes nunca pudiera perdonar y que se transformara en la peor abuela que nieto alguno pueda recordar.
Mi viejo fue hijo único, pero por el lado del abuelo Arturo nacieron el Peladito Arturo, un niño prodigio que fue más maduro que la mayoría de los adultos de la familia y que murió de pocos años, Martita, también muerta de niña, mi vieja Adriana y luego los mellizos, Jaime y Patricio. La incipiente medicina de los años cuarenta no pudo salvar a Jaime, que murió apenas nacido, y quizá por esa tremenda injusticia Dios dobló en Patricio las cualidades de ser humano inmejorable de las que todos hemos disfrutado. El Pato Valdivia es un hombre íntegro, transparente como el agua fría, generoso y de un alma que como el océano, le ocupa casi todo el espacio. Cuesta definirlo. Los que hemos sido recipientes de su cariño jamás podremos encontrar las palabras adecuadas para describir cómo su presencia marcó nuestras vidas y nos hizo mejores personas. Chapeax doctor.
Mi vieja querida fue una mujer fuerte en la adversidad, protectora y suave como un peluche mullido. Mi memoria guarda una imagen de cercanía permanente, de fiebre sudada en su regazo, de aliento consistente ante la duda y de apoyo férreo ante la convicción de la verdad. A todo eso le sumo una belleza cautivante que se dibujaba en una sonrisa amplia y fresca que le quitaba el aliento a los hombres de toda condición y edad. El Pato Valdivia y yo tuvimos el privilegio de acompañar su dolorosa muerte en un abrazo que se nos quedó pegado en la piel, encerrados en un dormitorio de cortinas transparentes por donde se colaba el sol de Marzo, secando su sudor y cambiando miradas de resignación ante lo irremediable. Con ella, la muerte me ganó la segunda partida con ventaja, pero no me logró quitar los sueños.
Mi padre fue, definitivamente, The Leader of the Band, como alguna vez escribió Dan Fogelberg. Ni siquiera hoy, después de cuarenta y seis años, puedo evitar una estrechéz en la garganta al recordarle y al pensar lo distinto que todos los Valdivia habríamos sido si ese tres de enero el Standard Austria CCS5W no hubiese despegado de la pista de Panimávida.
El pequeño niño que llegó de Francia con cinco años y sin saber hablar español, al pasar de la vida se transformó en el referente de todo, el de la opinión certera, el consejo oportuno, el cómplice de los amigos, el soporte de los débiles y el defensor de los desamparados. Hombre rana, piloto de avión, de planeadores, rugbista, cazador, líder de los ingenieros, el jefe que todos querían tener, el master tape de todos los que luego de él hemos sido copias menores. El legado de mi padre no tiene precio, tiene un valor inmenso. Fuimos dos hermanos nacidos de él y la Nanita, mi querida gorda Loreto, la tía de todos los sobrinos, propios o ajenos, la abuela de mi pequeño Cristóbal, la samaritana de todos los abandonados, la del cariño interminable y la disposición incondicional. Si hay algo que destaca en la vida de mi hermana es la bondad. Fuimos ella y yo por más de treinta años.
Cuando la década de los cincuenta pasaba la mitad, mi viejo tuvo una relación de la que nunca conocí detalles y de la que jamás me sentí con derecho a preguntar. De ese amor nació mi hermanito Rodrigo, siete años menor y a quien por una situación extraordinaria e inigualable, vine a conocer pasados mis treinta. Mi viejo y su madre hicieron un pacto que se mantuvo vigente por veintitantos años y que consistió en que la existencia de mi hermano no se divulgaría mientras mi madre estuviese viva. Si alguien alguna vez pensó que la relación de ese par de seres fue casual, basta preguntarse si hay otra razón más grande que el amor para mantenerse leal a una promesa de ese calibre. No conocí a Iris, pero siempre le agradeceré haberme regalado un hermano como Rodrigo.
Varios años después de morir la Nanita me contaron de la existencia de mi hermano. El día que vino a verme abrí la puerta y en el umbral me encontré con la copia de mi papá, mirándome entre nervioso y tímido, pero sin poder ocultar el aura que desplegaba. Abrazarlo fue uno de los momentos más gratificantes que he vivido. El paso de los años me hizo ver que la similitud con mi viejo no era un mero rasgo físico. Las características que he descrito de mi querido padre están en su cara y en su corazón.
Toda esta historia, que debo detener en la generación de los viejos porque de otra forma esta crónica sería insoportable, siempre tuvo el propósito de rasguñar las raíces para explicarme la razón de las cosas. Mis primos y mis hermanos no pudieron ser malas personas con la calidad de abuelos, padres y tíos que tuvimos. Ninguno de los Valdivia de mi generación se ha destacado por ser un balazo para los negocios, la política o la ciencia, pero ninguno de nosotros se levantó jamás por la mañana pensando a quien embaucar para poder vivir, como tampoco ninguno de nosotros pudo pasar al lado de un ser humano en desgracia sin detenerse a dar aliento, aunque no sirviese para nada. La razón por la que Luis Alejandro, Ernesto, Max, Horacio, Loreto y Rodrigo, mencionando sólo a la generación de los 40-50, sean motivo de mi orgullo, está en lo que hay detrás, en el salto al siglo dieciocho y a los albores del diecinueve, en la herencia que nos dejaron las risas de los viejos que hasta hoy resuenan en todas nuestras casas, en la música que hubo en todos, en esos corazones inmensos que tuvieron el cuidado de heredarnos por encima de lo material y en el toque de locura en la medida justa, que creo haber traspasado a mis maravillosos hijos. Para mi fue fácil engendrar seres humanos de primera. El ADN venía con el envase.
Es grato poder bajar al interior de uno mismo y encontrar la verdadera razón de las cosas.
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