Saturday, September 25, 2010

La Venezuela que debe volver

Yo soy de los que caminaban de noche por El Cafetal. Soy de los que tomaban café en las veredas de Sabana Grande y trotaban los sábados por la mañana en el Parque del Este. Yo soy de los que iban al cine de trasnoche, que dejaban que sus hijos volviesen del colegio en autobús y se atrevían a salir de madrugada de un pub en El Rosal. Y pese a todas esas cosas que hoy parecen el acto suicida de un demente, sobreviví. Porque yo soy de los que vivieron la Venezuela vivible, la Venezuela donde no era necesario salir armado a la calle y donde la gente se atrevía a pedir que le cuidaran el carro. Yo soy de la Venezuela donde no todos los policías eran atracadores, donde los militares eran gente común y donde para comer una arepa bastaban unas monedas. Yo viví una Venezuela que hoy parece ajena, parece un cuento de otro país, de otro mundo.
Antes de vivir esa Venezuela envidiable, hermosa y amistosa, antes de crearme esos recuerdos que me acompañarán toda la vida, yo fui uno de los chilenos culpables de haber permitido que un incapaz como Salvador Allende gobernara este país, abriendo el camino a que luego de un gobierno que más vale olvidar, llegase la obscuridad de una dictadura sangrienta. Soy uno de los culpables de haber dejado que a mi país lo atacaran dos males sucesivos que dividieron a la nación entre los buenos y los malos, permitiendo que el odio fuese parte de esta sociedad y que después de 30 años, aún no se pueda perdonar.
Entonces vuelvo a mirar a Venezuela y me pregunto en qué estarán pensando los venezolanos que aún creen que el socialismo de Chávez es capaz de hacer algo útil por la gente y por el país. Y también me pregunto en qué cabeza cabe no ir a votar este domingo y permitir que la tortura siga, que la división se acreciente, que los odios se vuelvan parte del paisaje, que los bandos de los buenos y los malos sean algo tan común, que ya nadie se de cuenta que existen.
Me pregunto cómo es posible que se siga permitiendo que los recursos de mi querida Venezuela se sigan despilfarrando en enviarle helicópteros al servil de Evo Morales mientras los hospitales de la provincia venezolana no tienen suturas ni antibióticos. Me parece increíble que después de comprobar que los guerrilleros de las FARC viven en el Guárico con más poder que el Gobernador, al maquiavélico Chávez se le siga creyendo y se le siga temiendo.
Es por eso que desde hace meses me devoro en twitter los esfuerzos de quienes con sus simples comentarios y con el aporte de la información que recogen a diario en la calle, contribuyen a desenmascarar un régimen que es un holograma del socialismo, una falacia de los principios que inspiraron a las doctrinas creadas para ayudar a que los pueblos se superen. La Venezuela de hoy está a un tris de convertirse en la hacienda de Chávez, el patio trasero de Castro, el refugio de los serviles de Nicaragua, Ecuador y cualquier otro pueblo que trata de seguir el mismo ritmo, pero sin los mismos reales. Y los venezolanos están a un tris de permitirlo.
No dejen que Venezuela cometa el error de Chile. No propicien la llegada de los gorilas ni dejen que Venezuela se desvanezca en el olvido. Si las elecciones siguen dando el favor a Chávez, el resto del mundo dirá que los venezolanos son incorregibles y que tienen el gobierno que se merecen. Paren eso, Dense cuenta de lo grave que es.
Se los dice alguien que vivió la Venezuela que ustedes deben conocer.
Hagan que regrese.

Wednesday, September 22, 2010

Los viejos tercios

Hoy fui al funeral de Fernando Pinto, uno de los mejores amigos de mi querido viejo Eugenio, que se rindió a los 81, bastante solo, con escasa familia y me imagino que pasando sus últimos lentos y opacos inviernos mirando reliquias como la foto de esta nota, reflejo de la etapa de esplendor de ese Concepción chismoso, extremadamente entretenido, de mujeres hermosas, enigmáticas y chispeantes y de hombres terneados hasta para ir a la playa. El Concepción del Astoria, del Quijote, de la época de oro de la tía Olga y del Huaso, ese Concepción donde el Domingo todo giraba en torno a la Plaza de Armas y donde era imperdonable no pasar a tomar un café en el inmortal Dom, de don Juan Schiaffino, que palidecía si uno cometía el exceso de ponerle más de dos cucharadas de azúcar. Los locos cincuenta y los inolvidables sesenta.
Sin ser muy exagerado, diría que no existía ningún penquista que viviese a más de 20 cuadras de la Plaza de Armas. Mi colegio, el Concepción, ya era un viaje al extranjero. Un par de extraterrestres en el camino a Santa Juana y otro par en Lonco -ni siquiera Chiguayante- eran los límites extremos de la sociedad. Después de las nueve aparecía un tipo caminando más allá de Maipú y más arriba de Tucapel, y uno asumía que venía de putas.
Los personajes inolvidables de Concepción fueron muchos. Hubo gente que se me quedó por lo pintoresca y otra que forma parte de mi historia personal por lo afectivo. En el primer grupo tengo claro el recuerdo del ruso Chipine (o Chipini..?), dueño del Astoria, un hombre que pesaba cerca de 200 kilos y que a la salida del negocio fue noqueado por un enano que no quiso pagar la cuenta. Con Aldo Vivaldi fuimos a reabastecerle el motor de la luz durante una fiesta en la laguna y armamos un incendio que de casualidad no acaba con nosotros y con el barrio.
No hago justicia acordándome de los penquistas. Fueron tantos quienes siempre merecieron unas líneas como estas que siempre lamentaré no poder nombrarlos. Los pioneros del Teatro de la Universidad, Tennyson Ferrada y Andrés Rojas Murphy entre los más conocidos y mis dos viejos, Adriana y Eugenio, junto a Mario Ricardi, Brisolia Herrera, Gastón Von Dem Busshe y el propio Fernando Pinto fueron parte de los que levantaron un teatro romántico e histórico que llevaría a muchos de ellos a adoptar el arte como profesión. El grupo de amigos de mi padre, que fueron quizá a quienes más conocí por razones obvias, eran un círculo maravilloso. El querido Julio Ramos, a quien jamás pude agradecer en su justa medida que me prestara dinero cuando mi madre estaba muriendo, Hernán González, el extraordinario Gonzalito, chiche de las niñas, esquiador experto y más juvenil que los que teníamos 15. Roberto Fuentes y su hermosa familia, con quien mi viejo compartió la pasión por el submarinismo, el viejo Hans Hott, maestro de todos los pilotos que pasaron por el club penquista, los Valencia, que compartieron casa con mis viejos cuando apenas asomándose a la vida llegaron a Concepción a trabajar en el naciente Huachipato.  
Y en el entorno de la querida laguna chica, donde nos íbamos a finales de Diciembre y regresabamos a principios de Marzo, es imposible no recordar a Renato Vivaldi, uno de los hombres más apacibles y equilibrados que conocí jamás, a Tito Sifri, que era todo lo contrario y que cambiaba de lancha, mujer y auto con una velocidad envidiosa, a los hermanos Bittner, los O'Rayle, los Ascuí, Sergio Pérez y su mujer nicaraguense, cuya fascinación por el fuego era cercana a la piromanía y que más de una vez tiró a la fogata una guitarra que no era precisamente la suya.
Ese era el Concepción de nuestra infancia, la ciudad de los Jakos de Oro, el primer grupo de mafiosos del que tuve noción en mi vida, el de las galerías por donde capear la lluvia de invierno, el de la universidad contestataria y rebelde donde se incubaría el MIR en las ideas y acciones de Luciano Cruz y Miguel Enríquez, el Concepción del fútbol en cancha de barro con pelota sibilante y clases de gimnasia en el pasillo de las salas, mi Concepción del cerro, de las primeras resacas juveniles y los primeros amores con sabor dulce y matiné de manito tomada, Concepción de las capas de agua y las botas de goma, de los aromos en primavera y botes azules en  Llacolén, de los camarines con agujero para cuartearse y las pichangas antes del baño.
Ya practicamente todos los viejos se fueron y los que quedamos ya estamos viejos. Ojalá que la generación de atrás tenga de nosotros tan buenos recuerdos como nosotros tenemos de nuestros queridos viejos penquistas, de las mujeres hermosas que fueron nuestras mamás y de los tremendos tipos que fueron nuestros amigos.
Los psicólogos dicen que a medida que envejecemos vamos borrando los malos recuerdos y sólo conservamos la parte buena de la vida. Es cierto. Y por suerte que es cierto. Así la vida se hace cada año más grata que el anterior.